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Durante la campaña de Cambises en Egipto, un gran número de
griegos visitaba aquel país por una razón u otra: algunos, como era de esperar,
por razones comerciales; otros, para servir en el ejercito; otros, movidos, sin
duda, por la simple curiosidad, para ver de que podían enterarse. Entre los visitantes
estaba el hijo de Aeaces, Silosón, el hermano exiliado de Polícrates de Samos.
Mientras estuvo en Egipto, Silosón tuvo un extraordinario
golpe de suerte: deambulaba por las calles de Menfis vestido con una capa de un color amarillo de fuego, cuando Darío,
que en aquella época era miembro de la guardia de Cambises y todavía no disfrutaba
de ninguna particular preeminencia, alcanzó a verle y, poseído por un repentino
deseo de conseguir la capa, se acerco a Silosón y le hizo una oferta por ella. Su
extrema ansiedad por conseguirla le resultó obvia a Silosón, que le dijo
conmovido: “No vendería esta capa por dinero; pero si tienes tantos deseos de
tenerla, te la daré gratis”. Acto seguido Darío se lo agradeció calurosamente y
la tomó.
En ese momento Silosón pensó simplemente que la había perdido
por su tonto natural generoso; después ocurrió la muerte de Cambises y la
sublevación de los Siete Contra el Mago, y Darío subió al trono. Silosón se
enteró entonces de que el hombre cuya petición de la capa color de fuego había
satisfecho un día en Egipto había llegado a ser rey de Persia. Se dirigió apresuradamente a Susa, se
sentó en la entrada del palacio real y pidió ser incluido en la lista oficial
de los benefactores del rey. El centinela de guardia transmitió su petición a
Darío, que le pregunto sorprendido quien podía ser el hombre. “Con seguridad-dijo-,
puesto que he ascendido al trono tan recientemente, no puede haber ningún griego
con quien esté en deuda por ningún servicio. Casi ninguno de ellos ha estado
aquí todavía, y ciertamente no puedo recordar deberle nada a un griego. Pero traedle
aquí de todas formas, para que pueda saber que significa su petición.” El guardián
escoltó a Silosón a presencia del rey, y cuando los intérpretes le preguntaron
quién era y qué había hecho para justificar la afirmación de que era el
benefactor del rey, le recordó a Darío la historia de la capa, y dijo que él
era el hombre que se la había dado. “Señor-exclamó Darío-, eres el más generoso
de los hombres; porque mientras era todavía una persona sin poder y sin
importancia me hiciste un regalo-es verdad que pequeño-, pero mereciendo por él
tanta gratitud de mí como lo merecerían los más esplendidos de los regalos de hoy. Te dará a cambio más oro y
plata de lo que puedas contar, para que no puedas arrepentirte nunca que una
vez le hiciste un favor a Darío el hijo de Hystaspes.” “Mi señor- replicó
Silosón-, no me deis oro y plata, sino recobrad Samos para mí, mi isla nativa
que desde que Oroetes mató a mi hermano Polícrates está en manos de uno de
nuestros siervos. Deja que Samos sea tu regalo, pero no permitas que ningún hombre
de la isla sea asesinado o llevado a la esclavitud.”
Darío consintió en conceder
a Silosón su petición y envió una fuerza al mando de Otanes, uno de los Siete,
con órdenes de hacer todo lo que Silosón había pedido.
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