Dejad que los niños vengan a mí, expreso el Gran Maestro,
porque de ellos es el reino de Dios. Escuchemos a los niños y obtendremos
valiosas lecciones.
El mundo en la mano de los hombres anda muy mal. Sin en las
grades reuniones, en la hora de las decisiones trascendentales, escucháramos
las voces de los niños, quizás podríamos llegar a un mejor entendimiento.
Que esta atmósfera contaminada por la malicia y el
resentimiento de los humanos se sature con la inocencia de los niños. Que a la
hora de partir el pan y repartir las monedas, los niños se acerquen para que en
los corazones de los hombres penetren sentimientos de bondad, de desprendimiento.
La escritora de novelas literarias George Eliot, en cuyo
pensamiento siempre estaba presente “el hombre que debía ser en términos de lo
que era”, cuenta en una de sus novelas, en una de las más populares por cierto,
que una noche, un hombre muy miserable, llego a su cabaña, todo roto y
maltrecho, lamentándose por la enorme suma de oro que había perdido.
En el instante en que toma unos leños para echarlos al fuego
y calentarse, alcanza a ver algo que brilla como el oro. Cree que el oro que
había perdido vuelve de nuevo a sus manos.
Se acerca y al
extender sus manos para tomarlo encuentra que lo que tiene delante son los
bucles dorados de un niño, que habiendo dejado a su madre muerta, tendida en la
nieve, había entrado en la cabaña en busca de calor.
En ese momento le vino el recuerdo de su hermana a quien de
pequeñita había cargado en sus brazos. Pero ya de eso hacía muchos años. Al darse
cuenta que no era su pequeña hermana tuvo el presentimiento de que aquel niño
era un mensajero de una vida distante que le hablaba al corazón. Temblaba de
emoción y toda su vida resplandecía de bondad y ternura.
La sola presencia de
un niño fue suficiente para transformar el corazón endurecido de un hombre.
En un mundo donde tanto privan los valores materiales y los
hombres, como los perros, se pelean a dentelladas por unos cuantos huesos
descarnados es imperioso que tomemos al niño, como en los días de Jesús y lo pongamos en el medio.
Que nuestros
rostros se reflejen en la mirada inocente de sus ojos. Que el acento de sus
voces, limpias como el cristal, suavice el tono airado de los hombres llenos de
encono.
Depongamos el egoísmo que nos separa a los hombres los unos
de los otros y vayamos a los niños en busca de nuevas directrices. Miguel Limardo.
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