A la pobreza se le ha descrito de
varias maneras y con cada vez más sofisticación. Es importante cohesionar
nuestra visión de la pobreza porque esta visión tiene una fuerte influencia
sobre lo que pensamos que es el desarrollo social transformador y como se debe
lograr.
En los primeros días del
pensamiento sobre el desarrollo se definía la pobreza como una deficiencia, una
carencia. Las personas pobres no tienen suficiente para comer, un lugar donde
dormir, ni agua limpia. Su tierra es pobre, no tienen agua para riego, los
caminos son inadecuados y no hay escuelas para sus hijos.
Esta visión de la pobreza estimula los planes
para proveer de las cosas que faltan: comida, albergues de bajo costo, agua
corriente. Existe la conjetura, no explicitada,
que cuando se les den las cosas que faltan, los pobres dejaran de ser pobres.
Otro tipo de deficiencia tiene
que ver con las cosas que las personas no saben o con habilidades que no
poseen. Las personas pobres pueden no entender sobre nutrición, la necesidad de
hervir el agua, la importancia de la planificación familiar, como leer las
indicaciones en los sobres de las semillas mejoradas. No saben sobre la
agricultura sostenible, la administración de microemprendimientos, la
importancia de ahorrar dinero.
Percibir la pobreza de esta
manera conduce a la planificación que incluye la educación y el aprendizaje no
formal. Supone que si los pobres simplemente aprendieran lo suficiente, ya no
serían pobres.
Estas visiones de la pobreza son
ciertas, y en lo que expresan, correctas. Es una realidad contundente que las
personas sí necesitan estas cosas: habilidades, conocimientos. Sin embargo,
limitar nuestro entendimiento de la pobreza a este enfoque también crea algunos
serios problemas.
Si la pobreza es la carencia de cosas,
entonces la solución es proveerlas. Esto regularmente lleva al extraño a
convertirse en un “San Nicolás” del desarrollo, trayendo todas las cosas
buenas: Comida, casas, educación, medicinas, proyectos de agua.
Se ve a los pobres
como a recipientes pasivos, seres humanos incompletos que nosotros hacemos íntegros
y completos mediante nuestra generosidad. Esta actitud inconsciente tiene dos
consecuencias muy negativas. En primera instancia humilla y desvaloriza a los
pobres. Nuestra visión de ellos, que rápidamente se convierte en su propia
visión de sí mismos, es que son defectuosos e inadecuados.
No los tratamos como seres humanos hechos a
imagen de Dios. Actuamos como si los dones de Dios nos fueran otorgados sólo a
nosotros y no a los pobres. Tal actitud incrementa su pobreza y nos seduce para
jugar a ser dios en la vida de los pobres.
En segundo lugar, nuestra actitud
hacia nosotros mismos puede volverse mesiánica. Estamos tentados a creer que
somos los redentores de los pobres, que hacemos que sus vidas sean completas. Por
descuido podemos albergar la creencia que somos nosotros los que salvamos. Tal actitud
no es buena para nuestra alma.
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